miércoles, 20 de agosto de 2008

5: LA NOCHE


De nuevo aparece la lluvia en la noche de Sevilla. Queda poca gente en las callejuelas como la de San Eloy y aledañas, la zona típica donde se pueden tapear unas aceitunas bien aliñadas, jamón ibérico y un poquito de manzanilla de Sanlúcar. Ya no puedo repetir aquello que hicimos varias noches en Córdoba cuando, después de terminar COU, pasamos allí unos días inolvidables esperando que llegaran los exámenes de Selectividad.

Si, Ábalos, fue el primer año que la impusieron.

Un escollo más y no nos importó, no nos quejamos, ¡qué digo!, ¡ojalá volvieran!, porque nos lo pasamos de escándalo, con dos colchones, dos almohadas cada uno en la cama, y turnos en los que uno de nosotros iba a por el desayuno del resto de compañeros de la habitación. ¡Desayunábamos en la cama!..., y después, libres para hacer lo que quisiéramos, y claro, la querencia nos llevaba a aquellas callejas estrechas de la judería. Un bar en un patio cordobés donde nos sentábamos alrededor de un velador con piedra de mármol, las aceitunas y el fino, uno, otro y otro más, hablando, riéndonos de las ocurrencias.

Camacho, Boti, Calderón Jerónimo, ¿dónde os habéis metido?

Hasta que el toro del cartel que anunciaba la corrida que toreaba no se qué año Lagartijo, se comenzaba a mover.

─ Ya ha meneao la cabeza el toro.

Y todos mirábamos algo absortos aquel cartel.

─ Dice que sí.

─ Pues entonces una ronda más

Y nos la pegábamos, por ustedes, y sobre todo, por nosotros.

─ Que ahora el toro dice que no.

─ Seguro que nos quiere engañar, que nos vayamos para poder bajarse de ahí y tomarse él solito el vinillo.

─ Está bueno, ¿verdad?

─ De muerte.

─ El desgraciao, ¿con quién mejor iba a estar que con nosotros, el bicho este?

─ Está mu serio, ese es capaz de embestirnos.

Quillo, en cuanto alguien lo vea bajar que avise, nos va a faltar puerta por la que salir corriendo.

Nos reíamos de lo lindo, y eso que no era la última, todavía nos quedaban una cuantas más, y terminábamos brindando por el toro, hablando con él, y porque nunca se atrevió a bajar del cartel. Con el nivel que teníamos el miedo estaba sobrepasado, lo hubiéramos invitado, integrado en el grupo, hecho nuestro amigo, pasado el brazo por el morrillo, uno más, y allí habríamos estado hasta que nos hubieran echado; bueno, siempre nos tenían que decir que iban a cerrar.

No había prisas, ni problemas. Aquellos días, la vía del ferrocarril era el camino que nos ayudaba a llegar hasta la Uni sin perdernos, pegando trompicones por la cantidad de piedras que había en sus laterales, o caminando por el centro, de traviesa en traviesa. No sabría deciros por donde se iba peor, y de vez en cuando, para que no bajara el nivel, a alguno se le ocurría algo.

─ ¡El toro!, ¡que viene el toro!

Y lo decía como si de verdad viniera, con cara de haberlo visto. A veces atinó, pero confundiéndolo con el tren. Nos mirábamos los unos a los otros, que aunque ya íbamos bastante más despejados por el fresco de la noche, no parábamos de reír.

─ Éste mejor que no se bañe esta noche, se nos puede ahogar.

Sí, porque era de noche, teníamos 18 años y éramos libres. Ni siquiera un bañador; a las 2 de la madrugada, en la piscina, con la libertad que da notar correr el agua por las ingles, y con la luna allí arriba, con toda la Universidad y toda Córdoba para nosotros. Así nos sentíamos.

Joaquín, qué tal por Rota, ¿quedan todavía americanos? Niño, cuídate.

No, no puedo repetir aquello; la edad…, tengo que conducir…, por contra tampoco necesito ir andando un montón de kilómetros por una vía, tengo un coche, ahí al lado, aparcado. Bebo lo mínimo y me voy para el hotel que está en la Isla de la Cartuja, negra y extraña por la noche.

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