viernes, 18 de julio de 2008

1: LA LLEGADA

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Es temprano, estoy en Sevilla, he conseguido aparcar en el mismo centro. Por la calle Sierpes llego a la Plaza de San Francisco y desde allí ya se abre, ancha y recta, la Avenida de la Constitución.

El sol de la mañana se filtra entre las nubes que amenazan lluvia, y los turistas comienzan su peregrinar por la zona. Algunos lugareños, mientras tanto, cogen posiciones y permanecen quietos. Con frecuencia veo tipos muy delgados, escalichaos, con cara sonriente mostrando bocas escasas de dientes. Están pendientes del asombro que produce esta ciudad en los visitantes, con frecuencia extranjeros, y no comprenden cómo sacan tantas fotos de esa reja, ese escudo, y de la columna que ha estado ahí toda la vida y que nadie nunca le había prestado la más mínima atención.

Un joven está sentado en una silla plegable, junto a la pared, viste un pantalón vaquero y una camiseta de manga corta y color marrón. Sobre sus piernas un artilugio metálico, oscuro, con forma de platillo volante, dos sartenes o dos woks invertidos y sin mangos ni asas, como prefiráis…, y lo golpea con sus dedos como si fuera un bombo para sacar unos sonidos impresionantes que llenan toda la Avenida de una música que nos traslada, a los que por allí pasamos, a ese misticismo que nos inunda cuando vemos imágenes del Tibet con monjes humildes, rapados y descalzos. Pero como no estamos allí, sino aquí, en Sevilla, parece que las paredes de la Catedral quisieran adelantarse para que las veamos, las apreciemos, y me imagino que hasta la Giralda se ha debido de poner más esbelta que nunca.

Un transeúnte extranjero, mayor pero fornido, le ha debido de llamar la atención, como a mi. Se acerca, habla con el joven, le pregunta sobre el instrumento, está sorprendido e interesado por los sonidos que consigue sacar de él. El joven lo escucha, le sonríe, le contesta; es moreno, lleva el pelo largo y perilla; se comporta de manera paciente, educada, y después de unas palabras, vuelve a lo suyo: La música…, y ¡como suena aquello!

Encinas, ¿sigues pegándole a la guitarra?, recuerdos a tu hermano

El hombre lo sigue mirando intrigado, me huelo lo que está pensando, que por su expresión no es ni más ni menos que ¿cómo puede sacar estos sonidos de este cachirolo?, o a lo que se parezcan aquellas latas en su país, occidental casi seguro.

Por el rostro se le ve que es una persona de carácter, y analizando como viste y el amplio maletín al hombro, yo diría que posiblemente en buena posición económica, social… y sin decir nada se acerca un poco más hasta que no lo puede resistir, y golpea el ovni metálico. El joven para de tocar y los sonidos que aparecen cambian por completo. Aquello en manos de este turista deja de ser un instrumento musical y no le hace ninguna gracia, cambia su gesto, «con lo fácil que parece lo que hace este joven», debe de pensar por su cara contrariada.

Dejo atrás la escena, me dirijo a la mediación de la avenida, a un Starbucks Coffee donde puedo desayunar y dar tiempo a que abran el Fnac que está casi enfrente. Tengo buenos recuerdos de estos dos lugares cuando, hace unos años, los visité prácticamente a la misma hora. Hay poca gente en el local, para pedir, yo solo.

─ ¿Qué desea?

─ Un café mocca y un dulce de esos le digo al camarero con polo blanco, manchado, y aspecto de no haber dormido bien aquella noche, mientras señalo el expositor.

¿Cómo se llama? –me pregunta.

Antonio le contesto un poco a la expectativa, a ver que va a hacer este con mi nombre.

─ ¿Tamaño?

─ Como este.

─ Un café mocca mediano para Antonio grita girando el cuello para la derecha.

Por allí debe de haber alguien que se ha enterado, los clientes que están sentados por el resto del pequeño local, os aseguro que todos.

Una señora de color, gorda, con gafas doradas, ese tipo de mami que se ve en las películas americanas, me está mirando, sonriendo, no sé si ha visto mi cara de incredulidad y ha hecho sus interpretaciones. Le devuelvo la sonrisa y bajo un poco la cabeza a modo de saludo: «Aquí el colegui Antonio».

El dulce me lo ha dado metido en una bolsa de papel marrón, a la americana, y el café tarda, y como he dicho, soy el único cliente para ser atendido; vamos, que no están para una bulla. Por fin aparece de por allí atrás una joven con cara de cansada, pelo rizado recogido atrás en una cola abierta, la cara pálida, la boca pequeña, los ojos menudos y muy juntos, y lo pone sobre una bandeja sin mirarme. Pienso en la cantidad de horas de trabajo que le quedan por delante a estos dos, y de cómo están ya.

Veo una mesa junto a una ventana que da a la avenida, allí me dirijo. El pequeño tablero redondo tiene perfectamente visible la pasada de la bayeta, con la última curva y refregón marcado, y parece que está seco, así que pienso en cómo estaría el trapo y, para rematar, en el ventanal hay un folio blanco pegado con una leyenda que dice que no se toque el postigo, que está suelto, y que se puede venir encima. Es curioso, pienso que no deberíamos volver a los sitios que un día nos gustaron, que queden así para siempre en nuestro recuerdo, y sin esta desgana y decadencia que ahora veo. Tampoco me gustan los días que comienzan así, tengo varias reuniones por delante y… malo.

Parece que va a llover.



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